“Si  la reflexión, el sentimiento o cualquier otro aspecto que adopte la  conciencia subjetiva, juzga como algo vano lo existente, va más lejos  que él y trata de conocerlo así, entonces se reencuentra en el vacío, y,  puesto que sólo en el presente hay realidad, la conciencia resulta  únicamente vanidad.”Hegel, Filosofía del Derecho
Las  derrotas son propicias a los inventarios con sus inevitables  conclusiones; el pájaro de Minerva emprende el vuelo a la medianoche,  pero no es menos cierto que a causa de sus heridas no siempre se eleva  lo suficiente para posarse avizor en las ramas más altas, y a menudo  queda a ras de suelo, debatiéndose entre las malas hierbas. Las  condiciones de los derrotados, la desmoralización profunda de la  derrota, las esperanzas imposibles fomentadas por un instinto de  supervivencia exasperado, contaminan la reflexion e impiden que tome la  necesaria distancia con los hechos que juzga para concluir objetivamente  y sugerir una nueva conducta histórica. Algo así pasó con el anarquismo  español después de 1939. En el exilio y en la cárcel de los años  cuarenta se debatía ante la misma encrucijada que medio siglo antes se  había presentado a la socialdemocracia: reforma o revolución. Una parte  –y no la menor—opinaba que el anarquismo había procedido desde siempre  de forma negativa, y que había llegado el momento de preocuparse por  creaciones positivas y a corto plazo, aunque fueran de poca monta, lo  que de algún modo significaba un radical cambio de rumbo. La acción  debía de orientarse no hacia el choque frontal contra la dominación sino  hacia la colaboración política y económica con sus instituciones, tal  como se había hecho durante la guerra civil revolucionaria y se  continuaba haciendo en el exilio seis años después. La acción no tenía  que arrebatar su espacio a la burguesía sino penetrar y desenvolverse en  su territorio. Según la alternativa reformista, el anarquismo era  aceptable como idea pero no como método, bueno como “filosofía de vida”,  no como praxis basada en la “aprehensión de lo presente y de lo real”:  un ideal abstracto separado de la prosaica actividad cotidiana y  acompañándola sólo en tanto que quimera decorativa. Como si los ideales  fuesen “demasiado excelentes para gozar de realidad o también demasiado  impotentes para proporcionársela” y debieran limitarse “a deber ser sólo  y a no serlo efectivamente” (Hegel). Pero el problema para los  revisionistas no era habérselas con “la idea”, sino habérselas con la  realidad. Y si en el contexto difícil de la posguerra el anarquismo  revolucionario tenía muy pocas posibilidades de ejercitarse cuando en el  país sólo se pensaba en sobrevivir, tampoco el revisionismo tenía  demasiado espacio, por lo que no se materializó más que en inútiles  compromisos con las instituciones inoperantes del exilio o con el  pretendiente al trono, en programas políticos que perseguían, bien la  constitución burguesa de 1931, bien la monarquía parlamentaria, y en  diversos proyectos de partido, aunque hubo quienes llevaron su lógica  hasta el fin, colaborando con el régimen de Franco.
En el bando  contrario, se afirmaba que la colaboración institucional había sido obra  de circunstancias excepcionales y había resultado un completo fracaso,  contribuyendo al desastre final. Tanto mejor hubiera valido el  apoliticismo aun al precio de quedar aíslado, puesto que perdidos por  perdidos, se hubiera caído con honor, en defensa de sus ideas, no en  defensa del Estado. Se imponía una restauración de los “principios,  tácticas y finalidades” del movimiento libertario para luchar por la  vuelta a “las conquistas del 19 de julio”. La fracción “purista”, tan  comprometida como la otra en la política republicana, evitaba entrar en  detalles sobre las verdaderas motivaciones de ese giro de ciento ochenta  grados en su conducta orgánica, ni precisar cómo volverían aquellas  conquistas, o cómo se restaurarían aquellos principios. Ni una palabra  sobre cómo funcionarían los sindicatos únicos en la clandestinidad de un  régimen totalitario, ni sobre cómo se llevarían a cabo la acción  directa, la lucha antiestatal y la insurrección revolucionaria contra el  franquismo. Ni la neoortodoxia se sentía dispuesta a repasar  críticamente su trayectoria política y militar durante la guerra civil,  ni a descender a la atroz realidad de la dictadura. Para los “puros” la  acción no parecía constituir un problema, puesto que no era cuestión de  salvar la vida a nadie ni de conquistar realmente nada, sino de  escudarse en los principios, arsenal bien repleto de donde extaer todas  las justificaciones posibles. Si los principios quedaban anonadados por  la realidad, tanto peor para la realidad. Por ese camino el anarquismo  solamente se concretaba en retórica, inhibición e inmovilismo, y a lo  sumo, en alguna aventura insensata. Si en el revisionismo la acción se  volvía más y más repelente, en el purismo se evaporaba. En uno la idea  se transformaba en paisaje de la política burguesa; en el otro, ascendía  al cielo de las causas perdidas. Para unos, el anarquismo formaba parte  de una especie de moral privada con que afrontar de una forma u otra la  ramplonería de la cotidianidad política; para los otros, constituía una  fe con la que consolarse de los males de la tierra, un credo a defender  de sus judas con patriotismo de campanario. En ambos casos, una  ideología.
El anarquismo dejaba entonces de ser la expresión  intelectual del sector más avanzado del movimiento obrero en la  península, un producto de la lucha de clases y una teoría de esa lucha. Y  no lo era porque su contenido no era ya la realidad --en aquel momento,  la realidad de la derrota, del retroceso y de la aniquilación del  movimiento obrero. Ya no necesitaba comprender la realidad en su amarga  involución manifiesta, para encontrar la manera de actuar en ella y así  transformarla conforme a sus fines aplicando sus métodos específicos. El  anarquismo desaparecía como fuerza material para volverse etiqueta,  catecismo, gueto. Un ente mitad iglesia, mitad partido. Dejaba de ser  pues una idea fundida con una práctica que no la contradecía sino que la  desarrollaba, una crítica social enraizada en las condiciones  materiales de existencia del proletariado, para devenir algo trivial,  accidental, contingente, y por consiguiente, propiamente irreal. Una  utopía, un sueño, una ilusión, algo que no podía servir a los intereses  generales de clase.
La diferencia primera entre el anarquismo  teórico –entre la reflexión desde el anarquismo-- y la ideología  anarquista, reside en la separación entre idea y práctica, fines y  medios, conciencia y acción. La ideología es a la vez el poder separado  de las ideas y las ideas del poder separado. En el caso español, las  ideas eran “los principios” o “las circunstancias” según se mirase, y el  poder separado era la Organización y sus Plenos, la rutina burocrática  con mayúsculas. La segunda, yace en la confusión de la parte con el  todo, del momento con el proceso, de las cuestiones tácticas con las  líneas estratégicas, como demostrarían por ejemplo las ideologías  municipalista, primitivista o insurreccionalista. El concepto de  ideología deriva del concepto de religión, materia cuya crítica los  jóvenes hegelianos hicieron “la condición primera de cualquier crítica”.  La religión, como la ideología en general, es la conciencia invertida  del mundo. El mundo de la ideología es un mundo visto del revés, al que  hay que volver cabeza arriba para comprenderlo. La realidad, la verdad  de este mundo, hay que encontrarla en la vida material concreta, en la  acción humana transformadora; en concreto, en el trabajo, no fuera de  él. Marx, en su juventud, llamó ideología a todo lo que no fueran  fuerzas productivas, a todo lo que transcurría al margen de la economía y  no reconocía un origen económico. La ideología estaba formada por  fantasías con las que los seres humanos, en una sociedad  insuficientemente desarrollada, explicaban sus fuerzas esenciales, su  potencialidad. Nacía de la insatisfacción de una praxis limitada, debida  a que el progreso tecnoeconómico todavía no había alcanzado la  totalidad de los aspectos de la vida. De acuerdo con el punto de vista  marxista, la ideología tendería a desaparecer con un desarrollo pleno de  las fuerzas productivas, es decir, con el desarrollo de la fuerza  principal, el proletariado, cuyas condiciones objetivas de vida  impondrían un realismo liquidador de las fantasmagorías que alejaban a  los obreros de su vida auténtica. La disolución de los prejuicios  ideológicos eran para el obrero una exigencia de su realidad inmediata.  Prolongando este razonamiento, algunos discípulos de Marx (Plejanov,  Rosa Luxemburg, Maurín) caracterizaron al anarquismo de ideología típica  de un proletariado insuficientemente desarrollado. Resulta harto fácil  ver la ingenuidad que recorre tal razonamiento, pues es mas verdad que  la generalización de la condición proletaria lleva emparejado un  desarrollo supremo de la ideología. El mundo de la mercancía y de la  técnica autónoma es el mundo completamente al revés. La experiencia del  movimiento obrero bastaría para demostrar la pervivencia de la  ideología, la impostura de representaciones falsas que los burócratas  elevaban con facilidad por encima de la vida proletarizada. La crítica  de la ideología pudo completarse gracias al psicoanálisis, que logró  relacionarla con diversas formas de degradación de la personalidad como  la neurosis caracterial, la esquizofrenia y la falsa conciencia en  general, explicando fenómenos ideológicos como el racismo, el  autoritarismo o el militantismo. En momentos y periodos determinados,  cuando eran muestras vivas de un pensamiento emancipador, una reflexión  por decirlo en palabras de Proudhon que salía de la acción y volvía a la  acción, en resumen, cuando eran revolucionarios, el marxismo y el  anarquismo proporcionaron al proletariado un conocimiento suficiente de  la sociedad y lo mantuvieron fuera de la política burguesa,  permitiéndole hacer historia. Por otra parte, las creaciones  revolucionarias de los trabajadores, los comités de fábrica, los  sindicatos únicos o los consejos obreros, fueron lugares de encuentro  entre las ideas abstractas y la práctica concreta, el espacio donde  dichas teorías devenían realmente obreras y los obreros, teóricos. En  otros momentos y otros periodos, cuando tanto el socialismo como el  anarquismo se convirtieron en ideologías para servir a fines espurios,  los propios de una burocracia parásita o de un comportamiento evasivo y  sumiso, fueron responsables del oscurecimiento de su conciencia de clase  y de los falsos derroteros de su conducta. Y así pues, hoy en dia la  crítica de la ideología, la religión secularizada, continúa siendo la  condición primera de toda crítica.
En el apogeo del capitalismo  fordista, preguntarse por la validez de las enseñanzas de Proudhon,  Bakunin, Kropotkin, Reclus o Malatesta tenía poco sentido. Ninguno pudo  conocer hasta qué punto eran estrechas las relaciones que existían entre  el desarrollo de las fuerzas productivas, la colonización de la vida  cotidiana y la contrarrevolución. Los teóricos anarquistas habían de ser  considerados simplemente como parte de la cohorte de precursores,  fundadores y continuadores del pensamiento socialista revolucionario,  igual que Marx, Engels, Rosa Luxemburg, Pannekoek, Reich, Benjamin o  Fourier, por citar sólo a unos cuantos. Especialmente criticables en el  viejo anarquismo serían la confianza excesiva en la espontaneidad  insurreccional de las masas proletarias y campesinas, sus oscilaciones  entre las tácticas ultralegalistas y la propaganda por el hecho o las  expropiaciones, su incapacidad para las alianzas con otros sectores  obreros, la permanente tentación política, la falta de estrategia clara,  el confusionismo organizativo, etc. Cualquier tentativa de restablecer  una doctrina anarquista –un sistema-- con retazos de ideas  descontextualizadas no sería más que una utopía reaccionaria. Sin  embargo, determinados elementos del anarquismo conservan su eficacia  subversiva y su negatividad, pudiendo aplicarse aun cuando las  condiciones sociales hayan cambiado y las circunstancias sean otras. Tal  la crítica del Estado y del parlamentarismo, de los partidos y de la  ciencia, sin olvidar su amor a la libertad y sus aportaciones a la  pedagogía, la medicina social y la sexología. Durante la Revolución  española alcanzó sus mayores cotas de realización, pero la derrota  transformó sus postulados teórico prácticos en ideología.
En los  años sesenta ningún revolucionario sincero podía abstenerse de criticar  la ideología anarquista y sus representantes. La reconstrucción de un  pensamiento radical y una acción revolucionaria pasaba por una ruptura  con ese mundo. A eso he llamado crítica anarquista del anarquismo real,  aunque hubiera sido mejor llamarlo irreal, es decir, ideológico, puesto  que sólo lo racional es propiamente real. Critica de entrada  eminentemente negativa y que abarcaba la Revolución del 36. En efecto,  los años sesenta conocieron el auge de un irrespetuoso anarquismo que  inmediatamente entró en conflicto tanto con la izquierda tradicional  como con los guardianes del templo de la anarquía. Dicha crítica debía  afrontar problemas nuevos que emanaban de las condiciones de vida en un  capitalismo tardío y que en vano esclarecería limitándose a los textos  clásicos: las luchas anticoloniales, el maoismo, la revuelta húngara, la  autogestión, la integración del arte, la cultura de masas, las armas  nucleares, la polución y destrucción de los entornos naturales, el  urbanismo concentracionario, el papel de las tecnologías y la  automatización, el del automóvil, la sociedad de consumo, la represión  sexual, la emancipación de la mujer, la cuestión de la violencia, etc.  La inmensidad de la tarea crítica debutaría con los intentos de  reconciliar a Marx con Bakunin, o sea, de utilizar el análisis marxista  desde posiciones antiautoritarias, formulación demasiado simplista,  fácil de acabar en una ideología marxista libertaria estilo Guérin o  Rubel. Hacían falta una puesta al día en la subversión y una nueva  crítica de la política, y por lo tanto, muchas otras lecturas, --en el  campo de la sociología, la filosofía, la antropología, la  historiografía, el arte, etc.-- pero, por encima de todo, hacía falta  aprender a vivir intensamente. Se trataba de reafirmar la lucha de  clases, primero, denunciando la función policial de los sindicatos y  partidos ante las nuevas formas de acción (absentismo, huelgas salvajes,  sabotajes, sustracción de material) y de organización (comités,  asambleas, piquetes, coordinadoras, consejos). Segundo, ampliando su  radio de acción al terreno de la vida cotidiana (luchas de barrio,  rechazo del trabajo, de la familia, de la religión y del servicio  militar, expropiación de fotocopiadoras, comida o libros, contracultura,  rock, maría, subjetividad, aventuras, squatters, comunas). La labor  teórica de la Internacional Situacionista fue la primera (y la única)  crítica global moderna de la sociedad de clases, pronto confirmada por  una serie de revueltas, a saber, la de los provos holandeses, el  zengakuren, la revuelta de los negros americanos, el mayo francés, la  revolución abortada de los obreros y soldados en Portugal y el  movimiento italiano del 77. No podemos decir que fuese completa, pues no  era el resultado de todos los esfuerzos teóricos precedentes y por lo  tanto no contenía los principios de todos ellos, puesto que ignoraba  algunos temas fundamentales como la crítica de la razón instrumental o  la cuestión ecológica, por no hablar de su crítica superficial del  anarquismo, pero fue la más desarrollada y concreta. En todas partes se  manifestaba el mismo espíritu antiautoritario, la misma exigencia  profunda de libertad, el mismo proyecto de reconstrucción apasionada de  la vida social que la I.S. captó mejor que nadie. Y un poco en todas  partes el capitalismo hubo de emplearse a fondo y renovarse rápidamente  de pies a cabeza, a menudo utilizando los argumentos y las armas del  contrario.
En los países donde subsistían restos de tradición  obrera anarquista, el anarquismo que brotaba como respuesta espontánea y  en gran parte emotiva a las nuevas servidumbres impuestas por el  capitalismo, se dio de bruces con los muros de la ideología y la ira de  sus defensores. No era un conflicto generacional, era un reflejo de la  nueva lucha de clases. En las condiciones dominantes modernas, el gueto  ideológico y sus viejas costumbres habían pasado a formar parte del  capitalismo en tanto que ruinas inofensivas: era algo que tenía que  morir para que las nuevas generaciones revolucionarias viviesen. Lo que  aproximaba el gueto anarquista a los valores dominantes era mayor que lo  que le separaba de los nuevos rebeldes, por eso se distinguía tan poco  del entorno político y encontraba en él tan fácil acomodo. Ha sido común  señalar desvergonzadamente el papel jugado por los anarquistas “en  defensa de las libertades” o en la consolidación de “la democracia”. La  ironía de la historia mostraba a unos viejos libertarios satisfechos de  estrechar filas al lado de la burguesía. En España, donde la mencionada  tradición fue mayor que en ninguna otra parte y donde la represión de la  dictadura había mantenido congeladas las contradicciones de la  ideología, la bronca entre antiguos y modernos –y entre ortodoxos y  revisionistas-- adquirió visos de batalla campal.
El  “relanzamiento” de la CNT tuvo lugar en 1976 fuera de las fábricas, es  decir, al margen del movimiento obrero. No fue por consiguiente una  emanación de la renaciente lucha de clases, sino el producto de una  serie de reuniones entre grupos heterogéneos ajenos a las asambleas de  huelguistas y con un denominador común: contruir una central sindical  que disputase a Comisiones Obreras un espacio en la representación  separada de la clase. La presencia de organizaciones como Solidaridad y  la admisión de cincopuntistas y otras basuras verticales indicaba  claramente que el tipo de sindicalismo perseguido no iba a diferenciarse  mucho de las demás opciones. Coherentemente con esos planteamientos,  los relanzadores no se preocuparon de las disyuntivas cruciales del  movimiento asambleario de los trabajadores; más bien plantaron el  chiringuito, o sea, una estructura burocrática suficiente (los Comités  regionales, el nacional, el secretariado permanente, el carnet  confederal, los plenos) y buscaron la alianza con la UGT y la USO para  repartirse el pastel que CCOO trataba de guardar para sí: el control del  mercado laboral. Las demandas de “libertad sindical” y desmantelamiento  de la CNS, y el debate sobre su legalización, marcaron la primera etapa  de la CNT reconstruida. Ésta no sólo ignoró las posibilidades  revolucionarias presentes que se iban evaporando a falta de avances en  la clarificación y la acción, sino que contribuyó a darle la puntilla al  movimiento de las asambleas adhiriéndose de jure o de facto al  llamamiento de la COS a la huelga general del 12 de noviembre, que marcó  el punto final de las movilizaciones autónomas y el comienzo de la  contraofensiva sindicalera a toda regla. Sin embargo, el fracaso de la  autoorganización de los trabajadores --la transformación fustrada de las  asambleas en consejos obreros-- atrajo hacia la CNT a muchos luchadores  que no aceptaban el sindicalismo burocrático y claudicante que se les  venía encima, con la vana esperanza de hallar en ella unas estructuras  horizontales de apoyo y un espíritu antiautoritario con que seguir  combatiendo. La imagen de lo que la CNT había sido podía sobre su pobre  realidad. También se acogieron a ella muchos jóvenes desinteresados en  los conflictos laborales, que deseaban una CNT no sindical, sino  “integral”, es decir, una organización “global” entregada a todas las  cuestiones sociales y militando en todos los frentes abiertos contra el  capitalismo. Finalmente, a lo largo de 1977, ingresaron toda una serie  de grupúsculos obreristas “pro autonomía” nacidos al calor de las  asambleas o en paralelo a las mismas, demasiado confusos e incapaces  para tener casa propia, y por lo tanto, inclinados a incubar sus huevos  en la ajena. Veían en el sindicalismo aún virgen de la CNT al “germen”  de la “autonomía obrera”, una ideología criptoleninista de origen  italiano; tan cierto es que los enemigos de la autonomía proletaria se  disfrazan de ésta para mejor combatirla. Entre unas cosas y otras, el  crecimiento de la CNT a partir de enero del 77 fue imparable, la  asistencia a sus mitines y jornadas, multitudinaria, las publicaciones  de carácter libertario, numerosas, y el triunfalismo de sus burócratas,  exultante. En año y medio la afiliación había subido de unos pocos miles  a 129000. Llegarían a sobrepasar los 250000 en 1978. La preocupación  del partido del orden (la patronal, los demás sindicatos y el Estado)  era seria, puesto que en vísperas de los acuerdos de la Moncloa, el  Pleno Nacional de septiembre había proclamado la asamblea como único  organismo soberano y decisivo. Según la ponencia sobre la cuestión, el  sindicato debía limitarse al apoyo y solidaridad con las huelgas, no a  la mediación. La CNT no debía interponerse entre la patronal y los  obreros, sino diluirse en las asambleas. No obstante, los dirigentes del  orden establecido se tranquilizarían rápidamente, ya que la victoria de  los asamblearios fue pírrica pues acarreó el contraataque de las  facciones sindicalistas y de las ortodoxas --las adscritas a las formas  de la ideología durante la República--, intensificándose una lucha por  el poder que, empezando en el secretariado, abarcó todos los niveles,  desde los diversos comités a las juntas de los sindicatos.
Los  Pactos de la Moncloa priorizaban un tipo de sindicalismo de  “concertación” que excluía cualquier acción directa y proscribía toda  generalización de las luchas, dos de los pocos puntos en los que casi  todos los cenetistas estaban de acuerdo. Consecuentes con ello, los  denunciaron y boicotearon las elecciones sindicales, aunque muchos  afiliados se presentaron como “independientes” y salieron elegidos. De  todas formas, la abstención fue considerable, pero a UGT y CCOO les  bastó poco más de un 10% de los sufragios para ser representativos ante  la patronal y el gobierno. La CNT se jugaba el tipo si no superaba  mediante movilizaciones su marginación de los comités de empresa y de  las negociaciones de los convenios. Pero a esas alturas –enero de 1978-  el movimiento obrero asambleario se batía a la defensiva y las fórmulas  mixtas de comités de representantes de asamblea-sindicalistas, o comités  sindicales refrendados por asambleas, substituían a las formas  anteriores de democracia directa. La CNT no podía contar con el empuje  de los trabajadores, ya terminado, con el añadido de que, a pesar de la  creciente afiliación, como central no había encabezado todavía ninguna  huelga importante, no se había estrenado. Por otra parte, su poder de  convocatoria ya no era el de las Jornadas Libertarias; a la  manifestación contra los Pactos de la Moncloa en Barcelona acudieron  sólo diez mil personas, a pesar de multiplicar por cuatro esa cifra el  número de afiliados en aquella ciudad. Y ese mismo día (el 15 de enero  de 1978 ), ocurrió la provocación policial del Scala. A las disputas en  torno al asambleismo y la organización integral se añadieron nuevas  confrontaciones, esta vez acerca de las elecciones sindicales, de las  acciones violentas de minorías y de la presencia de grupos armados que  comprometían a la Organización. Las luchas por el poder entre las  diferentes tendencias y personajes arreciaron al punto de tener que  trasladarse el secretariado permanente de Madrid a Barcelona (abril de  1978 ). Desde entonces será una constante que los secretarios aprovechen  los cargos para formar su propia fracción y competir con las demás.  Confirmando una constante dada en los periodos contrarrevolucionarios,  los cargos más relevantes iban siendo ocupados por los personajes más  impresentables. Mientras tanto, se desvanecían las huelgas asamblearias e  iban menguando dentro de la organización los asambleistas y los  “integrales”, adquiriendo en cambio nuevos bríos los partidarios de un  sindicalismo moderado y de la participación electoral, en su mayoría  antiguos “autónomos”, pasados al revisionismo antianarquista con armas y  bagajes. Gracias al sistema de plenos en los que sólo participaban los  cargos sin tener en cuenta las asambleas de militantes ni el número de  afiliados representados, los ortodoxos, bautizados por sus enemigos como  el “Exilio-FAI” o como “los históricos”, dominaron la Organización.  Todavía la revista Ajoblanco tiraba en junio 150000 ejemplares, indicio  de la existencia de una notoria sensibilidad libertaria, aunque fuera  muy pasada por agua, pero la afiliación descendía en picado. La huelga  de las gasolineras fue la primera y la última dirigida por la CNT, y con  ella se hizo el harakiri. Ni acción directa, ni sindicalismo duro;  intermediación gubernativa y triunfo patronal. Durante 1979 las  desfederaciones, expulsiones y disoluciones de sindicatos se sucederían  sin interrupción; las luchas de fracciones no conseguían ocultar que la  apuesta giraba en torno a las elecciones y a la mediación burocrática  declarada. Casos como el de la FIGA (el vanguardismo aventurero), el de  Askatasuna (el nacionalpopulismo) o el de los “paralelos” (el  oportunismo sindicalero), pusieron de relieve el grado de descomposición  alcanzado, especialmente el de estos últimos. En un clima de reflujo no  funciona más sindicalismo que el burocrático. Para los paralelos --y  para electoralistas en general-- se trataba de incorporarse a la  dinámica sindical dominante y jugar el juego de UGT y CCOO so pena de  marginarse y quedar fuera no sólo de los tratos con los empresarios y el  gobierno, sino de las subvenciones y ayudas oficiales. Ese fue el quid  de la cuestión que se dirimió en el autoproclamado quinto Congreso,  celebrado en diciembre de 1979 por una escuálida CNT que no representaba  a más de treinta mil afiliados. Triunfó la ideología arcaica y las  minorías reformistas fueron encaminándose, las unas, hacia los  sindicatos “mayoritarios”, y, las otras, hacia la reconstrucción de una  segunda CNT obrerista del mismo pelaje. Y con el tiempo, salvando los  pequeños círculos fieles a la ideología clásica que conservaron la  propiedad de las siglas y ampararon bajo ellas una actividad muy  limitada, la masa de militantes bien se retiró hacia lo privado, bien  acabó en el redil de un sindicalismo burocrático, impotente y  entreguista que supuestamente había jurado combatir.
Si las  aventuras de la ideología fueron trágicas en el pasado, en el periodo de  la “Transición” adquirieron visos de auténtica farsa. En esta ocasión  el anarquismo y el anarcosindicalismo no reaparecieron como pensamiento y  práctica del movimiento revolucionario de la clase obrera anterior al  franquismo, sino como una mistificación primaria, un chou a menudo  cómico cuya función por supuesto no era traer a colación las enseñanzas  de antiguos combates, sino colaborar, paseando por el wild side, en la  modernización capitalista. El contraste entre la práctica de la clase  obrera hasta 1977 y una teoría revolucionaria casi ausente, o sea, una  “expresión general y nada más del movimiento histórico real” apenas  esbozada, favorecía el desarrollo de la ideología y de la burocracia.  Ambas extraían su fuerza de la imagen de un pasado revolucionario con  sus contradicciones tan bien disimuladas como las alienantes condiciones  de existencia de las clases trabajadoras en el presente. En tanto que  refuerzo de la mentira dominante fomentaron un sindicalismo parlanchín y  una ridícula moda contestataria. Los restos del proletariado radical  fueron vencidos por segunda vez allí donde creyeron poder rehacerse. La  CNT cumplió ese poco glorioso segundo papel que le concedió la historia,  pero no recibió la paga de los traidores. El ciclo de la burocracia  obrera terminó con la derrota del proletariado asambleario y el copo de  la representación espectacular por amarillistas profesionales. Los  acuerdos marco y el Estatuto de los Trabajadores proscribieron la  solidaridad y las asambleas, eliminando incluso la posibilidad de una  acción semiautónoma disimulada tras los comités de empresa, forma de  burocracia sindical primeriza e imperfecta. En lo sucesivo no cabría  espacio más que para el sindicalismo neovertical de “cocos” y ugetistas.  Las escasísimas transgresiones de las reglas que se sucedieron no  modificaron el deplorable panorama de la resignación y la sumisión. Como  consecuencia de tan tremenda debacle la ideología en todas sus  variantes quedó de nuevo en entredicho; la memoria se puso en blanco y  tanto la reflexión teórica como su praxis hubieron de atravesar un largo  desierto –una especie de segundo exilio-- para conectar de nuevo con la  realidad y la historia.
Miguel Amorós
Charla en Compostela, jornadas alternativas a Feira do Libro, 25 de octubre de 2008.